viernes, mayo 14

Instrucciones para resaltar un texto con un marcador fluo

Los apuntes se acumulan y el tiempo, tirano que busca disfrazarse de alcaucil, no permite leerlos dos, tres, cuatro veces. El estudiante se siente caer en un túnel y en lugar de mesas sus paredes se recubren de palabras en Times New Roman 8 con interlineado simple. Sin sangría.

Ahora sí, resaltador en mano-su tapa encastrada en su retaguardia- y pulso firme. Los ojos deberán acariciar el texto suavemente, como quien no quiere la cosa, apenas rozando su superficie. Algunas palabras llamarán la atención más que otras-por ejemplo xilófono o pionono- pero lo que se debe exaltar es distinto, es la fría idea. Nada de sutilezas, nada de belleza (¡menos aún ejemplos!), todo es funcional.

La punta en chanfle tiñe sádica a la triste hoja y de un solo tirón el daño está hecho, irreversible.

Lo esencial es invisible a los ojos pero después de que lo manchemos así rosa chillón, verde OVNI, amarillo patito de Chernobyll; entonces sí que lo esencial será visible, tan visible que habrá que usar lentes de sol para protegerse del resplandor.

miércoles, abril 28

Autobiografía

No recuerdo cual fue el primer libro que leí, probablemente haya sido uno de esos con juguetitos de goma que chillan y que hablan de animales que meriendan y van al colegio. Tal vez esos libros no cuentan y lo que tengo que recordar es mi primer libro serio, adulto, literatura digamos. Tampoco me acuerdo.

Lo que sí recuerdo es el primer libro que escribí. Estaba en segundo grado y un día aparecí en la escuela con mi creación (ocho páginas ilustradas a color y abrochadas) sobre una ardilla y cuanto le costó conseguir una bellota. No sé de donde saqué la palabra bellota ni cuando vi una ardilla, pero ese fue mi primer libro.

Me gustaría poder decir que desde ese momento no dejé de escribir hasta el día de hoy, que la escritura fue mi vocación desde mi más tierna y temprana edad, pero no puedo. Yo sólo quería leer, y eso hice. Consumí novelas como si no hubiese mañana, convencida de que la poesía y su rima eran una bola de cursilerías que no merecían mi tiempo.

Oliverio Girondo me hizo ver la luz. “Un enorme espejo se derrumba con las columnas y la gente que tenía dentro”. Eso sí que lo recuerdo bien, la imagen del espejo en ese manual de séptimo grado, la avidez con la que busqué más poemas de Girondo, la felicidad que sentí al encontrarme equivocada sobre la poesía.

Dicen que de tanto escupir al cielo a uno le cae en el ojo. (Escribir esa frase para abrir el párrafo que le sigue al que dediqué a Oliverio puede parecerle un sacrilegio a algunos, yo creo que él lo hubiera apreciado) Tanto despotriqué contra la poesía que se volvió una de mis más grandes pasiones, tanto dije que quería escribir novelas que no puedo escribir más de mil palabras seguidas.

Tanto renegué de la tradición docente de mi familia que hoy me dedico a la enseñanza –de un idioma extranjero en lugar de la lengua castellana, pero aún así tengo alumnos, aún así continúo existiendo en aulas-. A mí me cayó en el ojo.

De lo que nunca renegué es del pasado periodístico de mi familia. Para ser sincera, debe ser porque nunca supe mucho de él hasta que dije que sí, que esto del periodismo era lo que me gustaba. Fui desempolvando la historia de unas cuantas generaciones anteriores para encontrar parvas de mujeres maestras y hombres periodistas, hasta aquel tío lejano que fue maestro. Entonces el eslabón perdido, la mujer periodista, debía ser yo. ¡Providencial!

Mientras buscaba las cartas y poesías de mi abuelo me crucé con un señor libro. De esos que ya no hacen, de tapa dura forrada en tela azul y cosido a mano. Lo abrí y lo primero que noté fue que aunque sus páginas no estaban amarillas, destilaba olor a humedad, olor a palabras, olor a señor libro.

Tal vez si hubiera sido un libro de tejido o un recetario lo amaría igual, porque esa tapa tiene un porte importante. No puedo saberlo porque cuando lo leí me encontré con Julio. Desde las instrucciones hasta El Perseguidor saboreé cada palabra, cada frase, incluso las que no comprendía. Sobre todo las que no comprendía.

Algunos me ven con el libro y piensan que es una Biblia y en cierta forma lo es. Es la palabra del señor, del señor Cortázar.

Breve tratado de galantería

Remontándonos a los estudios paleoantropológicos que publicara el honorísimo Eduardo Ernesto Echeverría en el año 1984, observamos que su clasificación taxonómica del hombre se detiene en el subgénero zafio sin más que un breve saludo en su dirección.

Es con un gran sentido del deber histórico, social, biológico, moral y metafísico que decidimos retomar su noble tarea para dotar a este subgénero de cierto nivel de especialización ramplona. Así es como elegimos en esta ocasión al piropeador (Homo vulgaris var. flirtatius) como protagonista de este breve pero emotivo tratado.

El piropeador es, a diferencia de la creencia popular, un ser de lo más cuampijante y putrichil, reconocido de manera general por sus facciones asimétricas y exclamaciones rimbombantes. Tiene hábitos matinales y se alimenta de escotes, tajos y diversos productos derivados de la bacteria L. Casei defensis.

Tiene un gran poder de adaptación que le permite realizar su gracia en las más heterogéneas circunstancias. Al encontrarse con otro espécimen, el piropeador no marca su territorio alejando al macho recién llegado, sino que se acerca a él para aunar esfuerzos.

El macho es siempre fecundo pero no tiene un período de celo determinado, esto se hace evidente al notar que su canto para atraer hembras es continuo durante todo el año.

Los piropeadores son de lo más longevos, viven hasta unos 130 años, aunque se han documentado casos excepcionales donde este número ha sido superado ampliamente. Cuanto más adulto es el ejemplar, mayor será el efecto causado en la hembra receptora del piropo.

Éste último se aloja en las glándulas parapentes y es despedido a voluntad. Una buena alimentación es determinante de la calidad del piropo, pudiendo este consistir desde un corriente silbido en su caso más pobre hasta un soneto, completo con sus catorce versos endecasílabos. Para identificar a la receptora o receptor del piropo, el piropeador –quien es corto de vista- recurre a la ecolocalización, emitiendo un canto ultrasónico que le permite, entre otras cosas, esquivar baches.

Ni cigüeñas ni repollos

Los papás no pueden tener hijos si no se casan. Seguro que tu mamá no te quería decir la verdad, tu mamá te mintió. ¿Y tu papá dónde duerme? Ah, tus papás no viven juntos, sí, mis tíos también se divorciaron. ¿Por qué tu apellido es igual al de tu mamá? No entiendo, no puede ser que no conozcas a tu papá. ¿Por qué no querés hacer el regalo para el día del padre con tus compañeros? Hacelo igual y se lo das a tu tío. ¿Tu papá murió? Entonces, ¿cómo puede ser que no lo veas?

No sé cuándo empecé a hacer preguntas pero para cuando entré a salita verde ya tenía el panorama claro, o al menos tan claro como una nena de cinco años lo puede tener. Mi mamá se debe acordar mejor de esa época y mis preguntas. Yo lo único que recuerdo bien son las preguntas de mis compañeros y cómo mamá un día me dijo que ellos eran chicos y que había muchas cosas no entendían todavía, que no les contara cómo venián los bebés al mundo porque ya se lo explicarían sus padres.